viernes, 23 de diciembre de 2011

CELEBRACIÓN DEL DÍA DEL MIGRANTE




“Triste el hombre que ha dejado atrás su sol, su gente, su camisa
Sin pensar tan lejos cambia todo y la nostalgia te hace trizas”
(Emigrantes, Orishas)

Me permitirán que les salude inicialmente con motivo de la celebración el pasado domingo del Día del Migrante. Una fecha cargada de sentimiento y de razones para seguir luchando por defender la figura de aquel que un día tuvo que abandonar su lugar de origen para recalar en un nuevo espacio, diferente, extraño. Parece ser que en la actualidad ser inmigrante es ser una persona de rango inferior, de segunda categoría, en España y en Europa. Resulta cuanto menos paradójico viniendo de un país y de un continente de esencia emigrante –en los siglos XIX y XX, millones de españoles, italianos, irlandeses o alemanes buscaron en los Estados Unidos y en América Latina el porvenir que no encontraron en casa-. Es también irónico comprobar que en esta sociedad de la globalización en la que estamos inmersos, los capitales y negocios circulen con total impunidad por el territorio pero no así las personas, los seres humanos.

Es largo el camino que resta todavía porque las sociedades contemporáneas reconozcan la dignidad de estas personas, porque se defiendan sus derechos humanos y su libertad de escoger el mejor destino personal y familiar. Porque, entiendo, nadie que discrimine a una persona inmigrante se ha parado a pensar el sufrimiento que debe sentir en su interior al tener que abandonar el lugar donde nació, la escuela donde estudió de pequeño, su equipo de fútbol local, sus amigos, su familia, su vida, en definitiva.

Nuestro país es el mejor ejemplo de pueblo emigrante. En muchas ocasiones a lo largo de su historia más reciente, sus ciudadanos tuvieron que marchar en busca de un mejor destino para sí y para su familia. Ejemplos tenemos en películas que forman parte de nuestro recuerdo. En aquel entonces no frivolizamos sobre nuestro sufrimiento, ¿por qué lo hacemos ahora cuando son otros seres humanos quienes llegan a nuestra tierra en busca de esa expectativa? Y por favor que no se insulte a nuestra inteligencia hablando ahora de la crisis económica. Hace tres, cuatro ó cinco años no estábamos en crisis y empleábamos a nuestros inmigrantes en los peores trabajos, no les dábamos cobertura legal o los instalábamos en la clandestinidad para mayor comodidad de nuestros bolsillos. ¿Es este el país solidario que queremos? ¿Para esto hemos tenido que emigrar, exiliarnos o sufrir durante tantos años y siglos?

Es preciso educar a nuestra sociedad, explicarles qué ha pasado en España en los últimos diez años, por qué han llegado tantas personas de tan distintos lugares y al mismo tiempo. Crear espacios de diálogo, de interacción, de conocimiento mutuo. Estamos construyendo entre todos una nueva sociedad, una sociedad más abierta, diversa, universal ¿acaso hay algo más apasionante que esto? Debemos sentarnos todos en una mesa y conocernos, debatir, discutir, buscar consensos –que los hay y más de lo que imaginamos- y pelear por un barrio, una ciudad o un país mejor donde se viva mejor y donde nuestros hijos y vecinos puedan ser más felices.

Además, de por sí el migrante arrastrará temporalmente o, incluso, definitivamente, un estigma de no pertenencia a ninguno de los espacios en discusión: ni a su lugar de origen ni a su lugar/es de destino. El que emigra hacia otro lugar no se siente nunca parte del lugar de recepción. Mala acogida, peor integración, leyes estrictas, sociedades intolerantes, prejuicios, trabajos denigrantes… Al regresar a “casa” (retorno) se dará cuenta de que su ciudad, su país, ya no será el mismo que dejó, cambió, porque las sociedades son dinámicas, y entonces se quedará en una especie de limbo personal muy complejo y que ha sido estudiado muy bien por la psicología. Tendremos pues un ser humano que no se sentirá parte de ningún lugar y deseará siempre estar en el lugar contrario en el que se encuentre cada vez. Es el drama del migrante.

Pese a todo, ya explicaremos que en esta labor de integración, los inmigrantes juegan un papel protagonista muy importante. El esfuerzo que debe realizar el exiliado es mayor que el que todavía hoy realizan los autóctonos. Pero esto cambiará, poco a poco, hasta que los nacionales del país que acoge a los inmigrantes se den cuenta también de que “su” sociedad también ha cambiado, que ya no es la misma que hace diez años y que si no realizan un esfuerzo de integración y de asimilación a esta nueva sociedad naciente, se encontrarán en serio desamparo respecto al resto de sus conciudadanos que sí realizarán esta adaptación social. Todo esto resulta muy teórico y complicado pero les aseguro que no lo es. Basta un poco de voluntad, de apertura de mente y de solidaridad, de amor por el ser humano y de amor al prójimo.

Quede pues este testimonio sincero de un nieto de emigrante que no pudo nunca conversar del exilio con su iaio porque era muy niño. Tiempo después entendí los motivos de la marcha de mi abuelo así como la de otros muchos españoles. Más tarde comprendí por qué tantos inmigrantes llegaron a mi ciudad. Hoy en día sólo sé que me gustaría no tener que emigrar nunca y que defenderé siempre la integridad de estos seres humanos desarraigados del mundo.


Declaración Universal de los Derechos Humanos. Artículo 13.
1. Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado.
2. Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país.


Fotografía: "La madre del emigrante" (Gijón, 1970, Ramón Muriedas)

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